domingo, 15 de marzo de 2009

Diego de Velázquez y Da Silva III (1632-1660)

Desde siempre, el poder ha necesitado de la propaganda. Bien sea para magnificar sus éxitos, reducir el impacto de los fracasos o simplemente clarificar en todo momento quien detenta la autoridad, todos los gobiernos por los que se ha regido el hombre han tenido dicha necesidad. En el caso de Velázquez, esto también sucederá claramente, cuando a su vuelta del viaje de Italia, en el Palacio del Buen Retiro de Madrid, comience a realizar enfocadas a alabar las victorias del Imperio Español, que sumergido plenamente en la Guerra de los Treinta Años, debe fijar con fuerza entre sus súbditos la idea de una victoria, que la Historia, al final, no desvelaría como tal.
El cuadro que mejor ilustra esa etapa será La Rendición de Breda, o el ya conocido entre el público como “Las Lanzas” (aunque en realidad son picas). Le escena de la caída de esa plaza fuerte de gran importancia en los Países Bajos muestra la magnaminidad del general español de origen italiano, Ambrosio de Espínola, recibiendo las llaves de la fortaleza de manos de Justino de Nassau. La composición del cuadro es muy llamativa. De fondo, como paisaje, el escenario de los combates, con los últimos humos elevándose en el horizonte y con una fuerte dosis de perspectiva aérea al puro estilo italiano. En primer plano, a su vez, dos grupos de figuras, dispuestas éstas de maneras diversas: unas mirando e involucrando al espectador, otras fijándose en otro punto de la escena. En los componentes de los grupos podemos encontrar algunos retratos que otrora hiciera Velázquez, como por ejemplo, el de Don Pedro de Barberana y Apárregui. A modo anecdótico, el soldado español del extremo derecho del cuadro sería el capitán Alatriste de Pérez Reverte. Ambos grupos, diferenciados por las lanzas de unos y las picas de otros, unidos por las figuras de los generales, que amablemente, firman el armisticio. “La Rendición de Breda” fue pintada nueve años más tarde después de los hechos históricos a los que se refiere.
Una de las características que vimos en uno de los primeros artículos de este trilogía que dedico al pintor sevillano era que Velázquez va a desplegar un trabajo dispersado en múltiples temáticas de diferente estilo. Al mismo tiempo que ha realizado La Rendición de Breda, se concentra en la representación de los bufones de la corte. Como siempre, la profundidad de la pintura se iguala con la manera del artista para retratar psicológicamente a los retratados.
Aquí, cuadros como el Bufón Don Diego de Acedo, Don Sebastián de Morra, el bufón Calabacillas, el Niño de Vallecas, Pablo de Valladolid… Sobre 1645, Velázquez toma los pinceles para crear “La Coronación de la Virgen”, retomando así otra vez la temática religiosa en su obra. Este cuadro resalta por la solidez del dibujo, robusto, repleto de fuerza y vivacidad, al mismo tiempo que por su composición, es un juego de figuras geométicas, como el triángulo invertido que esboza la Trinidad sobre la cabeza de la Virgen y el cuerpo redondo de ésta, llevada por esos amorcillos que revelan la influencia de Murillo, creando un espacio secundario parecido a una mandorla mística.
Así mismo, Velázquez no perderá de vista la mitología, como demuestra el cuadro de “Las Hilanderas”, que retrata el mito de Aracne, o la belleza sensual de Venus en el Espejo.
En 1649, Velázquez realiza su último viaje a Italia. Allí, de nuevo con motivo de compras para los fondos pictóricos del rey, nuestro artista llega a Roma, donde ingresa por sus méritos en la Academia de San Lucas de Roma. Esto le permitió acceder al Papa, quien le encargará la realización de un retrato suyo. El retrato de Inocencio X es uno de las obras más impactantes del artista sevillano. De carácter irascible y profundamente duro, este Papa se muestra como una figura solitaria, sentada en su cátedra, mientras observa al espectador con frialdad, con la fuerza de su mirada de ojos negros escrutando. Sus facciones son duras, angulosas, y destacan aún más por los matices sonrosados de las mejillas, que resaltan debido al color de su púrpura. El cuadro, al que incluso algunos servidores papales despistados solían saludar creyendo que el Papa retratado estaba vivo, no le gustó en principio a Inocencio X, por ser demasiado verdadero. Otros personajes de la esfera papal fueron retratados por Velázquez: como el barbero papal, Camillo Massimi…
Felipe IV requirió de nuevo a Velázquez que a su vuelta a Madrid, entre los años 1556 y 1557 va a hacer la obra más reconocible de su carrera: Las Meninas.
Objeto de múltiples estudios e interpretaciones, este lienzo está repleto de experimentos exitosos con espacios, volúmenes, formas, composición, retratística, distribución de acciones en un plano que sin embargo, por el dominio de la perspectiva, se conforma sin problemas en una profundidad que tiende hacia el interior.
Hay diferentes opiniones. Una apunta que en realidad, Velázquez estaba realizando un retrato de la pareja real, cuando ésta, llamó a su hija la infanta Margarita, que entró en la sala acompañada de sus damas de honor o meninas (María Sarmiento e Isabel de Velasco). Eso llamaría la atención del artista. Sin embargo, otros creen que esta obra tiene un trasfondo más intelectual, como una forma de demostrar una doble dirección: una del espectador hacia el cuadro, y otra de los personajes del cuadro hacia el espectador. Además, los hay que señalan que es posible que Velázquez pretendiese demostrar el arte de hacer un cuadro en pleno proceso artístico. Lo curioso es que todos los estudiosos, de diversas especialidades, señalan que el punto de fuga se encuentra en la puerta abierta por José Nieto Velázquez, aposentador de la reina., así que no se puede saber con certeza las intenciones del artista. Subrayar el hecho de que la cruz de Santiago, que tanto ansiaba Velázquez para ser caballeros y miembro de dicha orden, y que podemos ver en el cuadro en un primer plano, fue añadida con posterioridad, porque en el año en el que “Las Meninas” fue realizada, Velázquez no pertenecía a la Orden de Santiago.
Sin embargo, la España que Velázquez conocerá a su muerte será muy distinta a la que nació. Vencida en la Guerra de los Treinta Años, y forzada a pactos con su antigua enemiga, Francia, la familia real española enlaza con la Borbónica francesa tras la Paz de los Pirineos, en la que Luis XIV de Francia se casa con Maria Teresa de Habsburgo. Esa decadencia final del Imperio Español parece contagiar el último año de trabajo de Velázquez, que se desprende de la nostalgia del retrato del malogrado príncipe Felipe Prospero. El 6 de Agosto de 1660, Velázquez murió en Madrid. Curiosamente, este gran artista de todos los tiempos, a diferencia de otros, no creó una escuela que le definiera, ya que su principal encargo en su vida, sería la del cargo de ser pintor real.
Pero como suele ser habitual en este país, ni su tumba ni la iglesia donde se depositaron sus restos (la iglesia de San Juan Bautista), han pervivido.

“Éstas que fueron pompas y alegría,
Despertando al albor de la mañana,
A la tarde serán lástima vana.

Calderón de la Barca.

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