Es curiosa la vida. Seguro que ha habido ocasiones en las que diversas ideas, que en principio, nada tienen que ver y que discurren por sendas variadas, confluyen en una misma vía que te revela una de esas extrañas conexiones que a modo de red neuronal, recorren los destinos de los seres humanos. Estas conjunciones te inducen a reflexionar, recapacitar, ajustar los enfoques de los prismas de tu mente y al fin, percatarte de que nuevamente, has aprendido algo que además puedes compartir con los demás, enriqueciéndolos al mismo tiempo que tú.
En mi caso, he estado las últimas dos semanas ayudando y organizando junto a mis compañeros el stand de nuestro Instituto en la IX Feria de la Ciencia de Sevilla, que tuvo su colofón el sábado pasado. La temática elegida fue la referente a la luz y cómo los seres humanos, a lo largo de la Historia, nos hemos sorprendido, jugado después y finalmente, manipulado ese fenómeno físico que alumbra el mundo que conocemos y percibimos como tal. Varios proyectos fueron presentados, como la Cámara Clara (que fue empleada por botánicos y artistas para representar la realidad mediante un calcado de las líneas del objeto en cuestión), el espectroscopio (que fragmenta la luz en su espectro visible), las cianotipias (precedente decimonónico de la fotografía moderna)y la Cámara Oscura, que fue la estrella indiscutible.
Asistí un par de veces a cómo mis alumnos presentaban la Cámara Oscura a los asistentes y curiosos. Mientras les escuchaba comentar el proyecto, no podía dejar de maravillarme de aquel fenómeno natural casi milagroso. La luz entraba por un agujero practicado en la pared y se proyectaba sobre la pared opuesta. Al poco tiempo, cuando los ojos se hacían a la oscuridad imperante, se podía contemplar como por arte de magia, la escena de lo que ocurría fuera de la cámara oscura, de manera invertida. Y entonces, comprendí por qué los antiguos, aquellos que ya no están, ya desde la Grecia Antigua, se maravillaban de la luz y la asociaban con los aspectos positivos de la naturaleza humana como contraposición a la oscuridad.
Esta mañana, leí en la prensa, que un afamado y prestigioso científico, ha desechado por completo la idea de que exista un paraíso, como " un cuento de hadas". Y la tristeza se ha hecho presa de mi. Ciertamente, nuestro mundo tecnológico y científico se ha impuesto y gradualmente, queda menos espacio para creencias. Cada cierto tiempo, uno va recibiendo, uno tras otro, impactos que te indican que no se es más que una forma de vida en un estado superior químico que está por casualidad en el Universo, y que nada, de lo que uno es, cree, piensa o considera, es más que la suma de dichos componentes. Sólo energía y materia, no hay nada más. Yo, como historiador, he renegado siempre de las teorías marxistas materialistas, pero me voy sintiendo vencido ante esa evidencia.
Pero ahora, pienso en el milagro de la luz y en Aristóteles. Y esa conjunción es la que me indica que debía escribir sobre qué representaba la luz en el mundo de las catedrales góticas. La importancia suprema de ese fenómeno que subyugó a los maestros constructores de aquella época llevándolos a jugar y conducir la luz a través de los vidrios, arcos apuntados y polilobulados, pilares cruciformes y bóvedas nervadas. Sólo con la idea en mente de la asociación de todo ello a la idea de Dios, de un ente superior, de un primer motor que justificaría la existencia de todo lo material, ajeno a dicha materialidad, pero dotando a la potencialidad de su acto de un sentido y dirección.
A partir del siglo XII, la situación en Europa cambió de manera paulatina. Los duros siglos precedentes, protagonizados por hambres, guerras, epidemias, pestes y profecías del Apocalipsis, habían dado paso a un período nuevo en el que el ser humano, enfrentado a una Naturaleza feroz e implacable que le acosaba, comenzaba a percibir en ésta un cambio hacia una mayor benignidad. El clima cambió y se hizo más provechoso para los cultivos, y eso condujo a un aumento de la producción que permitió un cierto ascenso demográfico que a la postre, permitiría que los siglos plenomedievales, dentro de la indudable dureza del Medioevo, fuera algo más llevadero. El desarrollo de las grandes urbes medievales y la reactivación del comercio habían supuesto un ir y venir de gentes que conforme traían consigo su cultura, traían informaciones y conocimientos nuevos que dejaban entrever un mundo abierto a la exploración y a su estudio. Al amparo de esta realidad, se fundaron nuevas Universidades que hoy día siguen existiendo (La Sorbona en Francia, Bolonia...) y en el caso de Castilla, el primer Studium Generale se fundó en la ciudad de Palencia bajo el reinado de Alfonso VIII.
Con los nuevos estudios, el aristotelismo fue recuperado gradualmente en las cátedras universitarias, y ciertamente, de algún modo, trascendió hacia la esfera de la cultura social y la sociedad de la época, aplicándola a los criterios espirituales de la época. El platonismo y su mito de la caverna de Platón señalaban que lo percibido era solamente la sombra de la luz de las ideas puras a las que se llegaba mediante el intelecto. Ahora el protagonismo creciente del sensualismo aristotélico y su materialismo será retomado desde una óptica diferente. El principio aristotélico del primer motor que permanece y da sentido al resto del Universo se adhiere al principio innegable de la existencia de Dios. Y en este caso, el Dios representado en los tímpanos góticos no será un dios pantócrator severo, sino el "Beau Dieu" que decían los franceses, el Buen Dios, atentos y amable, cuidadoso de su rebaño mientras entraba éste en el interior de las catedrales. Era lógico por tanto pensar que los tiempos oscuros precedentes se habían visto interrumpidos por la luz.
¿Pero qué era la luz para los maestros constructores de los siglos XII o XIII? La Luz era Dios. Una representación de lo inmaterial, que sin embargo, llegaba a todos los rincones y creaba el mundo ante los ojos del creyente. Esa luz que se filtraba a través de las innumerables vidrieras que decoraban los plomos que se entrelazaban en los ventanales de los muros góticos, era la idea de un ente superior perfecto que bañaba a los creyentes y les hacía saber que estaba allí. La luz no existía, no se podía tocar, pero permanecía allí... ¿y no es esto una demostración más de la fe, para ellos? La Fe consistía en creer sin ver, como Pedro cuando tuvo que coger de la boca del pez la moneda de oro para que Jesús y sus discípulos pudiesen pagar el tributo para entrar en la ciudad. No se conocía qué era la luz, ni qué la producía, pero en aquellos tiempos, se asociaba con la bondad de un Dios que hoy ya no existe.
Un consuelo para quienes, sufriendo una vida llena de penurias con ocasionales alegrías, les prometía la existencia de otra oportunidad más allá. Quizás personas más humanas de lo que somos hoy día, más humildes y conscientes de nuestra fragilidad y temporalidad, que buscaban un sentido a su existencia. Quizás más felices en su ignorancia, que nosotros, que cuanto más avanza la ciencia, más nos demuestra claramente que somos sólo un producto del azar.
Sin embargo, uno se resiste a la idea, y piensa en las ideas aristotélicas cuando escucha y lee afirmar que el cosmos nace de la nada. Porque entonces, uno se da cuenta, de que nada de lo que hemos hecho los seres humanos, escapa a reacciones químicas. Que el arte, la cultura, conceptos como la justicia, la bondad o la verdad, sólo son ideas vanas, productos temporales de dichas reacciones. Que nada de lo hecho por nosotros, como raza, justifica más allá de las piedras y el suelo que pisamos. Que las Humanidades no tienen razón de ser.
Polvo somos.
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