Diego de Velázquez y Da Silva es considerado por muchos, el mejor pintor de todos los tiempos. Forma parte de esa tríada de pintores geniales que nuestro país ha logrado dar a luz: Velázquez, Goya y Picasso. Sus obras son muy cotizadas en los mercados de arte actuales, además de ser muy disputadas la celebración de exposiciones en las galerías y museos del mundo. Además, su influencia en los pintores posteriores ha sido determinante (Manet se refería a él como “pintor de pintores”), y su técnica en el tratamiento de la luz y las calidades un desafío constante. Y no estaría este análisis completo si no mencionásemos que Velázquez adelantó técnicas pictóricas propias del siglo XIX, como su “Villa Médicis”, que a base de pinceladas deshilachadas, recuerda al impresionismo y que hizo que los seguidores de este ismo artístico consideraran al pintor español como un Dios.
Diego Velázquez nació en Sevilla en 1599, cuando el Imperio Español, aún poderoso, comenzó a dar signos de decadencia durante el reinado de Felipe III y su valido el Duque de Lerma. A los doce años, ingresó en el taller de Francisco de Herrera el Viejo, para comenzar a aprender el arte de la pintura, pero el carácter colérico de su maestro le hizo abandonar y marcharse a tomar los pinceles con Francisco Pacheco. fue un paso fundamental, ya que Pacheco (la imagen es un retrato de Velázquez sobre su maestro), que quizás no era un gran pintor, pero sí una persona formada y con influencias, le permitió adentrarse en una esfera superior social que a la larga le beneficiaría. Por aquel entonces, como ya hemos visto anteriormente, la ciudad de Sevilla estaba siendo testigo de la proliferación de varias escuelas pictóricas, como las de Zurbarán o la de Murillo, que serían influyentes en el primer estilo de Velázquez. Entre 1617-1622, realizaría nueve bodegones.
La etapa sevillana de Velázquez le hará aparecer como un pintor diferente al de sus coetáneos. Por diferentes razones, como por ejemplo, que apuesta por un tenebrismo muy personal, sus composiciones están bien cerradas y equilibradas (algo de lo que por ejemplo Zurbarán carecía) y su sobriedad no le permiten poder incorporar elementos ajenos al cuadro si no se ajustan a lo que Velázquez necesita. En opinión de Romero Brest, ese carácter aparte de Velázquez será el que haga de éste un pintor diferente al resto, y que haya sido valorado hasta hoy.
Su primera gran obra del pintor sevillano no tardó demasiado en aparecer. “Vieja friendo huevos”, de 1618, muestra a una anciana cocinando huevos mientras un mozo le acerca una paleta. Fijaos bien en varios detalles que serán la marca de Velázquez. Por ejemplo, el realismo fotográfico de los objetos, como el melón atado que porta el chico, el barro donde se fríen los huevos y el instrumental de cocina, que en un plano inferior, recuerda a un bodegón. Además, de la oscuridad, aparecen las figuras, en el caso de la del chico, con una mayor dificultad, lo que delata el tenebrismo de la obra, aunque los contraste no son tan duros como los de Caravaggio, ya que Velázquez apuesta por unos tonos terrosos que suavizan la composición. El tratamiento de la luz es claro y la pincelada precisa. Sólo quiero llamar vuestra atención sobre el barniz de la cazuela de barro o el reflejo del metal del cazo.Otra obra importante que Velázquez realizó fuera “Cristo en la Casa de Marta”, en la que se atrevió a fundir dos géneros en uno mediante el empleo de dos géneros: el bodegón (primer plano) y el retrato, partido éste último en dos planos separados por un espejo que refleja. Esa técnica la empleará también en “Las Meninas”.
En 1619, Velázquez realizará “La Adoración de los Magos”, para los jesuitas de San Luis de Sevilla. Es un cuadro curioso, porque aunque Velázquez toma por fin los pinceles para una obra de temática religiosa, no se deja influenciar por los modelos trágicos y dramáticos, sobrecargados. Hay cierto sosiego, se emplean colores terrosos que le da un aspecto más real, y el aura mística es suave, elegante. Los especialistas comentan que Velázquez se autorretrató en el suplicante mago principal, mientras que Francisco Pacheco, su maestro, sería el mago en segundo plano tras él. La Virgen sería Juana Pacheco, la que sería su futura mujer.
“El Aguador de Sevilla” de 1620, muestra una escena propia de la Sevilla y la España de la picaresca del siglo XVII, pero por el tratamiento de la luz y la manera en que ésta incide sobre los personajes, les da un aire noble. SI queréis comprender cuando yo hago hincapié en la luz de Velázquez, sólo tenéis que fijaros en la manera en que las gotas de agua se derraman por la curva de la tinaja donde el aguador lleva el líquido. La manera en que la zona del barro que ha filtrado parte del agua se ha oscurecido levemente, mientras los goterones siguen cayendo, mostrando un destello cada uno de ellos por la luz. Y aunque con eso sería suficiente, os querría decir que lo más impactante a mi juicio de la obra es el vaso que sostienen el joven y el aguador. Algunos autores apuntan que Velázquez quiso representar en esta obra las tres edades del hombre: juventud (chico), madurez (hombre que bebe al fondo) y vejez (aguador).
En 1620 también, “La venerable Madre Jerónima de la Fuente” fue el cuadro que revelerá el fuerte componente psicológico de la obra de Velázquez, su maestría en retratar más allá de la carne que se ve. La mirada de la religiosa es dura, decidida a llevar la palabra de Dios a cualquier rincón del mundo, cosa que fue así ya que fundó el monasterio de Santa Clara en Manila.
En 1620, la corte española se trasladará a Madrid, y dos años más tarde, Velázquez viajará con su maestro Pacheco a Madrid. Allí su estilo cambiará y gracias a su talento, promocionará dentro del aparato político y administrativo del Imperio, hasta el cargo de “Pintor del Rey”.
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